Colección de miradas, recuerdos, pasiones y pensamientos durante el viaje hacia el más Lejano Occidente
domingo, 16 de agosto de 2009
La importancia de llamar a las cosas por su nombre
Recuerdo muy bien, hace ya muchos años, cuando mi abuelo me enseñó a decir por primera vez una palabra mágica. "Todas la cosas en el mundo visible y en el invisible (que a fin de cuentas forman parte del mismo mundo, sólo hay que saber observarlas) tienen su nombre, como la mesa, el árbol, la nube, el tigre, la montaña, pero también tienen su verdadero nombre" me dijo un día mi abuelo mientras caminabamos por el campo. "Quién conoce el verdadero nombre de las cosas tiene poder sobre ellas, las puede invocar, y, si sabe cómo, puede realizar obras portentosas con este conocimiento".
Fue así que aprendí a llamar al viento, por su nombre claro. Y fue así, que practicando a dominar mi elemento que me llegó la súbita comprensión de que para eso fueron creados hechizos, conjuros y encantamientos, y que fueran consignados en muchos y doctos libros de magia y erudita sabiduría: son formas abreviadas y contundentes para convocar al verdadero ser de las distintas fuerzas del mundo visible e invisible, pudiendo entonces manifestarse plenamente en este mundo.
Sin embargo, conocer el nombre de las cosas y pronunciarlo según antiguas y complicadas fórmulas no es lo único que se necesita para lograr realizar un hechizo: hay que tener la voluntad para hacerlo. Es todo un entrenamiento que no viene a colación en esta ocasión.
La voluntad inicia con el deseo (recordemos el post anterior). Así realizar un hechizo requiere de un deseo, es su energía primaria, pero no la única, requiere de FE. No la fe en algún ser sobrenatural o deidad, puediera servir, pero no es indispensable, hace falta fe como un rasgo de carácter, como una forma de diriguirse al mundo. Quien realiza un hechizo tiene la intención de que suceda, si no, no sucederá.
Así pues nombrar lo que uno siente tiene la virtud de hacerlo en parte aparecer, le da existencia en mundo y lo saca de las baldías regiones de la mente a donde envíamos a un sentimiento incómodo: y éste puede ser muchas cosas, incluso el amor.
Cuando no llamamos a las cosas por su nombre, no podemos contactar con su esencia plenamente y no pueden tampoco tocar nuestro corazón. Puede existir plenamente el deseo de contactar, de abrazar o de besar, pero hay que decirlo, hay que tener valor y decir el nombre de las cosas, o por lo menos intentarlo.
Hay momentos en la vida, lo atestiguo, que uno se encuentra con quien puede decir muchos nombres de las cosas sin saber nada de ellas. No las convoca por supuesto. En cambio, también hay quienes casi sin conocernos son capaces de percibir, de intuir, muchos de nuestros verdaderos nombres. Quien haya leído La Historia Interminable recordará que Bastián había de darle nombre a las cosas para que existieran y lo que debía darle a la Emperatriz Infantil para que recuperara la salud y salvara a Fantasia.
Muchas veces nos detenemos para pronunciar un nombre, sabemos que tiene grandes efectos, pero ¿lo sabemos o lo suponemos? Es muy difícil llegar a realizar un hechizo sin pronunciarlo en voz alta, mucho menos efectivo, todos lo sabemos, si no utilizamos las palabras adecuadas. ¡Cuánto más habrá que intentar ser claro cuando se trata de ponerle nombre a lo que sentimos y decirlo en voz alta!
¿Ya le has puesto nombre a lo que sientes y lo has pronunciado en voz alta?
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