martes, 1 de septiembre de 2009

Sobre la perseverancia


En esta noche húmeda, a la vera de una decisión trascendental, he aquí que me vuelvo a confrontar a fantasmas lejanos que pensaba yo que ya estaban exorcizados.

¿Cuándo insistir y cuándo cesar? Es una pregunta importante.
Hay una línea divisoria entre la perseverancia, como esfuerzo racional y esperanzado en llegar a una meta, obtener un resultado o lograr un objetivo; y la terquedad, como ejercicio obcecado hacia una posibilidad nula. Una gran parte de la así llamada madurez descansa sobre la habilidad para saber cuándo continuar y cuándo desistir. Y no muchos logran adquirir está virtud.

La mayoría de los humanos hemos insistido en cosas que no cambiarán, no dejarán de ser o no sucederán. El costo es alto. En otras ocasiones, detenemos nuestros esfuerzos cuando quizá la meta ya estaba muy cerca, pero no lo sabíamos. Lo que es cierto que ante la perseverancia ajena nunca he podido dejar de conmoverme, pues es una prueba de fe. La perseverancia ajena no puede inspirarme rechazo, burla o menosprecio. Pues uno que ha luchado por mantener y realizar los propios sueños ha vivido en cuerpo y alma la risa envidiosa del que desprecia un denodado esfuerzo del que presuntuosamente se cree capaz, pero no cree necesario demostrar. En esto soy prudente como mi querida Sor Juana y como los otros Seis Sabios me han enseñado.

¿Cómo podría yo atreverme a censurar un esfuerzo por más irracional que me parezca? Porque a fin de cuentas así me lo parece a mí. No sabemos de la experiencia y percepción íntima del esforzado. Quizás, y si me es requerido, he de dar mi punto de vista, pero no puedo censurar, ni menospreciar la vivencia del otro, ni ufanarme directa ni indirectamente de que yo en su lugar lo haría mejor o que pobrecita gente, algún día aprenderá. Estos desvaríos vanidosos son fruto más bien de quien herido, ahora busca a quien herir. El niño señalado y humillado aprende eso.

Con el paso del tiempo he aprendido a respetar la vivencia del otro, a ser muy cauto en la forma de expresar mi opinión. No se trata de ser hipócrita, se trata de no hacer lo que no nos gustaría que nos hicieran, regla fundamental de todas las religiones del mundo. No se trata de no ser honesto, se trata de buscar la forma de decir las cosas sin lastimar, nada nos cuesta. Las acciones encaminadas por "el bien de los demás" suelen ser las más perjudiciales, implícita y explícitamente. Casos y casos abundan en la clínica de madres sobreprotectoras que creyendo hacer un bien a sus hijos han terminado por causarles mucho daño. La experiencia clínica demuestra que estas madres pretenden muchas cosas con su conducta sobreprotectora, pero amar no es una de ellas.

Así, dicho con todas sus letras, yo hago una apología del derecho de las personas a perseverar en ser quienes realmente son. No dejo de llamar tampoco a la razón y al corazón en esta nobilísima tarea; y en la medida en la que todos nos podemos equivocar en ese camino y que nadie puede darse el lujo soberbio de instituirse en censor o dispensador de la experiencia ajena, seamos respetuosos del genuino esfuerzo humano. Yo que me dedico a alentar a la juventud a perseverar y lograr metas más altas, padezco de momentos de duda. Y no me acongojo por ello, soy humano. Pero me indigno ante quien hace como si ya tuviera todas las respuestas, a quien se burla de quien duda, como si él mismo nunca hubiera dudado. ¿Qué es más fácil burlarse del otro en el momento del trastabilleo o permanecer allí, junto, y brindar apoyo aunque se vuelva uno parte de la burla?

Dumbledore lo dijo adecuadamente: llegará el momento de escoger entre lo que es fácil y lo que es correcto.

Por ello la experiencia de crisis, de duda o de incertidumbre de los seres humanos me es preciosa y la respeto aún cuando la otra persona no lo haga ni con la suya misma. La madurez, por si los doctos y experimentados lo han olvidado, también implica saber dar aliento incondicional y no necesitar de la satisfacción de decir "te lo dije", ni de mirar con soslayo diciendo ah qué bruto es este. Las grandes personas no son las que se ufanan de serlo. No temo a los que dudan, perseverarán y encontrarán sus respuestas. Temo a los que no tienen dudas por no pasar por ignorantes (y asemejarse a lo que tanto desprecian) porque estos son capaces (así lo demuestra la historia) de cometer los errores más grandes que siempre terminan hiriendo a alguien más.

Así, en esta noche de incertidumbre, ha de guiarnos la fe, última brújula, poderosa y compasiva. Nos ha de llevar a perseverar en unos caminos y a abdicar de otros. Nos de la lucidez para saber cuándo erramos el camino y la humildad para corregirlo. Estas, para mi, son las grandes personas.

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