Hay días en que es necesario hacer una pausa y cerrar los ojos.
Días en que el vertiginoso ritmo de la vida satura de vivencias, experiencias y emociones.
A veces no da tiempo de asimilar e integrar cada una de tales experiencias a cabalidad.
Se acumulan entonces, se desordenan.
De ahí mi rechazo a saturar mi agenda de actividades y reuniones. No es pereza. Es prudencia.
Sin embargo, añoro aquellas épocas en las que la vida podía detenerse sólo para contemplar el desenlace de una partida de canicas. Las pláticas eternas con los amigos. Las historias épicas de videojuegos.
Hay que recuperar el ritmo propio de una buena vida.
Causa malestar no estar al tanto de la propia vida y aún no existe un dispositivo tecnológico que permita estarlo. Ni lo habrá. Sólo podría ofrecer "upadates", fragmentos inconexos del flujo de la vida que por mucho dejarían una percepción fragmentada de la experiencia sin poder darles un sentido cabal.
No es de extrañar que ante esta visión fragmentada las sensaciones de ansiedad, angustia y desesperanza sean el común de los días de la así llamada vida moderna.
Y la respuesta no está en tratar de mantenerse al día y apresurar más las cosas.
No, el tiempo no puede ser administrado como si fuera dinero, precisamente por ello lo perdemos.Y en ello se nos va la libertad.
Al no poder darle sentido a las experiencias de la vida, no poderlas integrar en el devenir de nuestra historia, perdemos parte de la capacidad para construir y vivenciarnos como una unidad, de hacerlas nuestra historia, nos enajena. Dejamos de ser quienes somos.
Los discursos cínicos o pesimistas surgen de ese lugar. Pues ambas son una respuesta cobarde e irresponsable ante el derecho irrenunciable de darle sentido a nuestra existencia. Ser quienes somos. Ser nuestros verdaderos deseos. Para ello hay que tener tiempo. Hay que bajarle el ritmo inhumano de la vida moderna. Nuestra identidad se juega en ello.
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