lunes, 20 de mayo de 2013

Darse calor en esa fría tarde de sus vidas. (Parejas venecianas)

 



Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminando por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, al reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios. Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos apoyado uno en el hombro del compañero, en un intento de darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verde gris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado cuando el barco hizo un movimiento y la luz la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los vi cambiar una sonrisa rápida y fugaz, parecida a un beso o una caricia. Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. 

Aunque sea dentro de lo que cabe, porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto que los llevaba través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adolescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes seenamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos de asco y soledad. La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le partan a uno la cara. Y cuando apetece salir conocer,hablar, enamorarse o lo que sea en vez de en un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos "danone" empastillados, reinonas escandalosas, y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se auto confine a la alternativa cutre de la sauna, la sala x, la revista de contactos o la sordidez del urinario público.A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o entero, que debe ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete o no se mete en la cama. 

Envidio la ecuanimidad, la sangre fría de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos, ala gente, que por activa o por pasiva, ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de chicos de catorce o quince años, que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos cómo estos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podía argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino el lo puramente humano, se encuentra en un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en todo esto mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno junto al otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquiercosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas".

Arturo Pérez Reverte

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